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2010 Vega Sicilia – Oremus Mandolás
Tokaj dry
Tokay – Hegyalia, Hungría.
100% uva Furmint y 6 meses en barrica
al “battonage” con sus lías finas.
José Peñín, 1998. “Pajizo pálido. Aroma potente a lías, mantequilla, ahumados, notas almizcladas,floral. Boca fresco, frutuoso pero a la vez con complejidad, glicérico, seco y algo muy justo de acidez.”
SE EMPAREJA CON TODO.
Mis recetas recomendadas.
1 – ENTRANTE: Sopa cremosa de blancos espárragos cojonudos.
2 – TRANSICION: Filete de guabina confitada en cama de masa de arepa blanca y ragout de naranja con tomates cherry.
3 – PRINCIPAL: Jarretes de cordero al vacío en su propioo jugo con yuca y otoe caramelizados.
Distribuidor exclusivo:
A menos de veinte balboas en
CANAVAGGIO WINE BOUTIQUE.
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POETAS Y CATADORES.
Para expresar las percepciones subjetivas que se forman en la mente poética de los catadores y que provienen del sabor del vino en el paladar, de su olor en la nariz y de su color en los ojos, se ha ido inventado un vocabulario muy complejo, formado por los más variegados nombres de productos vegetales, frutales, minerales, cosmetológicos, climatológicos, etc.
Este renovado manierismo lingüístico en la cata de vinos es difícil de practicar bien, porque sospecho que muchos, como yo, no estamos familiarizados con los sabores y olores de productos de la tierra cultivados en otras latitudes o en entornos agro ambientales diversos a nuestra rutinaria cotidianidad tropical.
Por ejemplo, me resulta muy difícil asociar mis percepciones sensoriales sobre el vino a mis otras experiencias sensoriales, como por ejemplo, al olor del cañaveral quemado que el torrente del aguacero transforma en brisa evocadora, al del cuero sudado de una vieja silla de monta, al polvo de tiza molida que huye del tablero de pizarra, a las fruticas intensas del desierto árabe, a los efluvios marchitos del manglar panameño y aquellos otros, hoy casi olvidados, de las marismas toscanas extendidas sobre las fértiles riberas del Mar Tirreno, a la brisa montaraz que bajando de la montaña se pasea sobre el lindero final de un bosque de algarrobos colombianos, al éxtasis visual del guayacán en flor en las vírgenes selvas del Orinoco, al trote invencible y libre del viento sobre los heroicos llanos de Apure, al sentimiento de estupor e insignificancia frente a la majestad infinita de las Pampas y de los Andes...
Lo cual me hace pensar que me hace falta dar el salto cualitativo necesario para unir en sagrado matrimonio mis actuales y limitadas percepciones sobre el gusto del vino con mis otras percepciones sin fronteras, saturadas de paisajes, de sabores y de olores de tierras ajenas y lejanas.
Salto fantástico que tampoco pude dar cuando al final de mi adolescencia no pude aprender esa forma de escuchar a la denominada "música programática", forma ésta que enseñó en aquellos tiempos, por ejemplo, el arte de crear en el espíritu del oyente diversos sentimientos contrastantes motivados por episodios melódicos que parecían comentar sucesos naturales y sociales, como el trino del ruiseñor y el clamor de multitudes.
Yo no pude. Porque, por ejemplo, la música de Beethoven, como ustedes saben, de gran cuerpo y añada, nunca me autorizó ni a escuchar, ni a ver, lo que "el programa" postulaba: O sea, ni el rumor del agua sobre la piedras del arroyo, ni la alegría de los campesinos en la paz que sigue a la tormenta o a esa otra dicha verde y campestre sentida por la gente citadina al llegar al campo, ni al estremecimiento temeroso frente a truenos y relámpagos...
Pero no me desanimo porque para mí, en mi módulo de categorización primigenia, hay vinos que se me aparecen como realmente vinosos, comparados con otros que no lo parecen. También tengo mi modo de sentir el vino cuando entra en contacto físico con mi cuerpo, además de verlo con los ojos, olerlo con la nariz y de saborearlo con el paladar. Me refiero a mis sensaciones después de tragar el vino y lo que pasa entonces. Esta categoría es fundamental para mí y para todo el mundo, aunque nadie diga nada al respecto. Por eso digo que hay vinos que tienen para mí una excelente permanencia post-gaznate, o sea, que tienen buen reposo y afinidades en el estómago y hay otros que no, como atestiguan quienes explican que los vinos “hacen daño y dan penas”.
Al final de cuentas, como los sueños, los vinos, vinos son. Aunque nadie todavía me haya revelado que los vinos puedan sugerir también los aromas de la uva negra, o verde, o amarilla, o rosada, o seca. Es extraño que las sensaciones de la uva madura todavía están muy alejadas de las del vino, más allá de las del regaliz y de las del cuero. Me extraña entonces que la percepción de un vino cualquiera no sugiera más bien la de la tersa fragilidad de la uva Pinot, aunque ese vino sea de Tempranillo. O al músculo fuerte del Cabernet, aunque ese vino sea de Syrah.
Pero hay estados de la percepción sobre los pasajes intermedios en la fabricación del vino que están mucho más cercanas a las del vino final en la botella que las percepciones de la misma uva fresca. Me refiero a lo que podría ser, por ejemplo, las reminiscencias malolácticas, o la persistencia de sus lías finas, etc.
Quién sabe, algún día los catadores sabrán revelar las sensaciones del vino con mayor claridad que hoy y será entonces fácil descubrir y revelar el sabor y el olor verdadero de las uvas que los parió, y no como sucede todavía hoy cuando, según la moda imperante, todo parece indicar que los catadores revelan similitudes admirables, en mi opinión, remotas e improbables, las cuales postulan la imagen sensorial de algún vino como si fuese, por ejemplo, la del regaliz, planta cuyo aroma riesgoso y milenario, muy pocos conocen, quizá porque sigue escondido en alguna desaparecida memoria colectiva que nació y se crió por allá por los tiempos y las tierras del antiguo Egipto faraónico.
Saludos
Flavio.