Tapas y vinos de meditación.
En el bar de
Andrés Madrigal
Casco Viejo, Ciudad de Panamá.
Andrés Madrigal, como el famoso “Doctor Who” de la BBC, es viajero del tiempo y del espacio. Y un buen día se detuvo aquí en Panamá para ofrecer algo importante a otros viajeros que andan también de paso por aquí y por el mundo. Quizás es porque dejó de ser un gran cocinero de Madrid para llegar a ser un gran cocinero de una tierra sin fronteras. Esa que inventó Colón sin saberlo. Pero Andrés es más que Colón, porque es como Panamá, una pequeña replica física de la globalización, extraviado en el pulular febril del cambio evolutivo y en vías de descifrar el curioso vaivén de las rutas del mar y de la tierra. Y en Panamá desde hace milenios, así en su tierra como en sus cielos, pasaron todas las rutas migratorias biológicas. La de los grandes mamíferos hoy extintos, y todavía hoy la de las bandadas de aves migratorias transcontinentales que van y van por desfiladeros de nubes. Y cuando nuestra especie hace poco aprendió a caminar en dos pies y a fabricar cosas con sus manos por aquí también pasaron ellos con sus cargas de chécheres, de ideas y de ilusiones. Y hoy aquí los panameños fuimos, somos y seremos una multitud perdida en las rutas del ir y venir del tránsito mundial y agobiados por esas pausas discrecionales que practican a menudo algunos viajeros con maletas. Lo cual para Madrigal y Panamá es bueno porque el riesgoso mundito solidario del campanario pueblerino que aparenta ser la prueba palpitante del noble orgullo de las naciones, para nosotros los panameños de hoy no tiene sentido, ni en relación con lo de solidario ni tampoco con lo del orgullo de grupo. Panamá, a diferencia de Andrés, contiene al individuo de aquí y de a pié, quien no ha inventado la identidad comunitaria y no quiere de otros el beneficio de la cooperación. Porque los panameños de hoy ya no existen como los de antaño. Aquellos que a pesar de haber tenido solo pasados carentes de futuro, tenían el don del vecindario. Como el mundo sin esperanzas que se han reinventado los europeos de hoy, un mundo retrógrado y cruel, en el cual quieren salvarse con los recuerdos del vecindario. Y aun así no tiene sentido la visión desde el campanario tan encerrada en sus tiempos pasados y en su estrecho territorio, porque todos los hombres tienen el poder de ver también las lejanías del más allá del mañana y del horizonte cercano. Afortunadamente algunos más que otros dominan poderes más intensos como los del saber escarbar los pasados del hombre y de su tierra para desenterrar sus verdaderos tesoros ocultos. Y Andrés les tiene servida a todos estos nuevos tipos de hombres la mesa de comer preparada en esas cocinas, que entre paréntesis nacieron, crecieron y se criaron bajo las fecundas sombras protectoras de las soberbias torres de campanarios de provincia. Pero esas cocinas y esas mesas fueron también cosas viajeras que se llevaron a cuestas sus dueños para huir de sus sitios de pobreza y emprender la marcha por las fantásticas rutas de la esperanza. Y estas filtraciones culturales se riegan por todas partes a través de las grietas de muros divisorios, físicos y mentales, que todavía resisten el peso del tiempo. Pero esas filtraciones y esas grietas son las que han siempre impulsado hacia adelante a esta humanidad anclada en una realidad que no le pertenece y que podría ser obra y gracia suya si creyera mucho más en la fuerza de la comunidad y de la cooperación, como en los tiempos del campanario. Y ahora quiero imaginar un solo campanario del mundo y de la humanidad.
Salud.
Flavio.
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